¡¿Mama, qué horas son?!

Semillero Cimarrón: un lugar para enraizar donde parecía imposible hacerlo

 

Por: Alejandra Rojas

Fotos: Antonio Arévalo


El paso del tiempo tiene muchas formas de contarse. Por ejemplo, con la luz del sol y las sombras que se proyectan, con la tripa que suena y anuncia la llegada del momento de comer o la que más me gusta, con la ropa que ya no les queda a mis hijas; de un momento para otro, las mangas ya no cubren las muñecas y sus tobillos quedan expuestos tras abrochar su pantalón. Me quedo viéndolas fijamente cuando esto sucede. Es verdad, ¡han crecido tanto!

Llevamos algo más de cuatro años en estas nuevas tierras a las que llegamos con un propósito temporal y en las que nos instalamos por una serie de sucesos inesperados, en las que el paso del tiempo se mide con la variación de la temperatura, la caída de las hojas y el brote de las flores. Unas tierras que nos resultan extrañas y lejanas, pese a que el crujir de las hojas se da bajo nuestras botas. Al principio no parecía importante esta extrañeza porque recién llegas a un nuevo país, esa sensación es deseable: encontrar nuevas comidas, olores y lugares, pero cuando el tiempo sigue avanzando y terminan de caer las hojas, cuando llega el frío nórdico y la oscuridad es tan larga que se apropia de la mayor parte del día, llega la nostalgia de los paisajes, los sabores y las melodías que no se pueden meter en ninguna maleta. Una mañana de diciembre escuché a mi hija mayor cantándole a su hermanita “Sol solet, vine'm a veure, vine'm a veure, sol solet, vine'm a veure que tinc fred” y aunque me dio mucha emoción ver cómo avanzaba en su aprendizaje del catalán, entendí que era necesario encontrar un nicho para cuidar nuestras raíces.

Mama que horas son
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Meses después, por alguna coincidencia que ya olvidé, encontré un espacio para las inquietudes que los cuerpos de mis hijas mostraban al escuchar mi playlist con Bomba Estéreo, Chocquibtown, La Perla y toda la salsa y champeta con la que acostumbro a hacer oficio.

En una sala del Centre Civic de la Barceloneta, mis dos hijas que, para entonces, tenían seis y tres años, se movían entre la timidez y la curiosidad, al igual que las niñas y niños que iban llegando envueltos en bufandas y gorros de lana. Puedo recordar cómo saltaron de emoción cuando vieron el dibujo del croquis de un mapa y gritaron “¡Esa es Colombia!”. Mientras tanto, yo llenaba alguna lista de asistencia que se titulaba “Semillero Cimarrón” y buscaba un lugar para tomarles fotos y mandarlas al grupo Whatsapp de mi familia. No habría mejor nombre para ese espacio en el que mis hijas podían compartir los breves recuerdos de un país que dejaron siendo muy pequeñas, pero que está cada día en sus relatos.

 
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Este semillero, desde una propuesta pedagógica y amorosa, convoca a niños y niñas (especialmente de origen colombiano) de forma abierta y les ayuda a dar sentido a esa geografía que hoy apenas recuerdan, a darle nombre e imagen a una flora y fauna que por lo pronto deben imaginar, y a enseñarles una forma de vivir y relacionarse en el afecto, en la alegría y en la música que describe a esa Colombia que dejamos atrás. Allí han aprendido que la cumbia es de donde hacen esos sobreros grandes que le gustan a su abuelo y que el currulao es de la parte de Colombia donde nacen las ballenas. Saben que el joropo llanero se baila como si pisaras una moneda que te has encontrado y la arrastras hacia ti, y que el mapalé es un pescado que salta mucho cuando lo sacan del agua; aprendieron a hacerme bromas cantándome “tortuguita vení a bailá”, a simular dolores para bailar “manteca de iguana”, a tararear la canción de Doña Filomena mientras hacen sus dibujos y, sobretodo, a esperar con alegría la llegada del sábado para encontrarse con Roci, Juli y todas sus amigas.

Hace unas semanas, el Semillero Cimarrón hizo una presentación en el Centre Civic Torre Llobeta. Cuando tomé las faldas que a menudo usan mis hijas para sus ensayos, vi que les llegaban bastante más arriba de sus tobillos, las cambié rápidamente por otras y se las ceñí a la cintura. Salieron al escenario, bailaron moviendo su cadera, sus hombros y la falda, sonrieron a las cámaras y rieron en su rueda de cumbia; se conectaron al ritmo, vibraron y gozaron. fueron felices.

 

De vuelta a casa, en el tren, con el cansancio que les hace poner su cabeza sobre mi regazo, les escuchaba hablar entre ellas sobre los hábitos alimenticios de Gaby, los cuidados que le depara Marla a sus gatitos, de la sorpresa que les dio ver lo mucho que ha crecido Aleja, del corte de cabello de Andre y de lo bien que se lo pasaron al jugar al final de la presentación al pilla-pilla con todas sus amigas y amigos. Tras un breve silencio, mi hija mayor me mira y me dice que le gusta sentirse colombiana y mi hija menor asiente estirando su manita para unir las de las tres.

Mientras tanto, recuesto mi cabeza sobre la ventana, paso mis dedos entre sus cabellos y las vuelvo a mirar. Ahora tienen nueve y seis años; entiendo entonces que el semillero ha sido un lugar para enraizar donde parecía imposible hacerlo, un lugar para crecer en el cuidado y en la confianza, un lugar donde se puede ser la mejor versión de la colombianidad y donde -como buenos colombianos-multiplicamos nuestros afectos, los expandimos y conformamos una familia más grande.