Sentimiento Cimarron

Semillero Cimarrón: un lugar para enraizar donde parecía imposible hacerlo

El paso del tiempo tiene muchas formas de contarse. Por ejemplo, con la luz del sol y las sombras que se proyectan, con la tripa que suena y anuncia la llegada del momento de comer, o la que más me gusta: con la ropa que ya no les queda a mis hijas. De un momento a otro, las mangas ya no cubren sus muñecas y sus tobillos quedan expuestos tras abrocharse los pantalones. Me quedo viéndolas fijamente cuando esto sucede. Es cierto, ¡han crecido tanto!

Llevamos algo más de cuatro años en estas nuevas tierras, a las que llegamos con un propósito temporal y en las que nos instalamos por una serie de sucesos inesperados. Aquí, el paso del tiempo se mide con la variación de la temperatura, la caída de las hojas y el brote de las flores. Son tierras que nos resultan extrañas y lejanas, a pesar de que el crujir de las hojas se escucha bajo nuestras botas. Al principio, no parecía importante esta extrañeza, porque cuando llegas a un nuevo país, esa sensación es deseable: encontrar nuevas comidas, olores y lugares. Pero cuando el tiempo sigue avanzando y las hojas terminan de caer, cuando llega el frío nórdico y la oscuridad se apodera de la mayor parte del día, llega la nostalgia de los paisajes, los sabores y las melodías que no se pueden meter en ninguna maleta.

Una mañana de diciembre escuché a mi hija mayor cantarle a su hermanita: “Sol solet, vine’m a veure, vine’m a veure, sol solet, vine’m a veure que tinc fred”. Aunque me emocionó mucho ver cómo avanzaba en su aprendizaje del catalán, entendí que era necesario encontrar un espacio para cuidar nuestras raíces.

Meses después, por alguna coincidencia que ya no recuerdo, encontré un lugar para responder a las inquietudes que mis hijas mostraban al escuchar mi playlist con Bomba Estéreo, Chocquibtown, La Perla y toda la salsa y champeta con las que acostumbro a hacer oficio.

En una sala del Centre Cívic de la Barceloneta, mis dos hijas, que para entonces tenían seis y tres años, se movían entre la timidez y la curiosidad, al igual que los niños y niñas que iban llegando, envueltos en bufandas y gorros de lana. Recuerdo cómo saltaron de emoción al ver el dibujo del croquis de un mapa y gritaron: “¡Esa es Colombia!”. Mientras tanto, yo llenaba alguna lista de asistencia que se titulaba “Semillero Cimarrón” y buscaba un lugar para tomarles fotos y enviarlas al grupo de WhatsApp de mi familia. No había mejor nombre para ese espacio en el que mis hijas podían compartir los breves recuerdos de un país que dejaron siendo muy pequeñas, pero que está presente cada día en sus relatos.

Este semillero, desde una propuesta pedagógica y amorosa, convoca a niños y niñas (especialmente de origen colombiano) de forma abierta y les ayuda a dar sentido a esa geografía que hoy apenas recuerdan, a darle nombre e imagen a una flora y fauna que, por el momento, deben imaginar, y a enseñarles una forma de vivir y relacionarse a través del afecto, la alegría y la música que describe a esa Colombia que dejamos atrás. Allí han aprendido que la cumbia es de donde hacen esos sombreros grandes que le gustan a su abuelo y que el currulao es de la parte de Colombia donde nacen las ballenas. Saben que el joropo llanero se baila como si pisaras una moneda que has encontrado y la arrastras hacia ti, y que el mapalé es un pescado que salta mucho cuando lo sacan del agua. Han aprendido a hacerme bromas cantándome “tortuguita vení a bailá”, a simular dolores para bailar “manteca de iguana”, a tararear la canción de Doña Filomena mientras hacen sus dibujos y, sobre todo, a esperar con alegría la llegada del sábado para encontrarse con Roci, Juli y todas sus amigas.

Hace unas semanas, el Semillero Cimarrón hizo una presentación en el Centre Cívic Torre Llobeta. Cuando tomé las faldas que mis hijas usan para los ensayos, vi que les llegaban bastante más arriba de los tobillos. Las cambié rápidamente por otras y se las ceñí a la cintura. Salieron al escenario, bailaron moviendo su cadera, sus hombros y la falda, sonrieron ante las cámaras y rieron en su rueda de cumbia; se conectaron con el ritmo, vibraron y gozaron. Fueron felices.

De vuelta a casa, en el tren, con el cansancio que las hace poner la cabeza sobre mi regazo, las escuchaba hablar entre ellas sobre los hábitos alimenticios de Gaby, los cuidados que Marla da a sus gatitos, la sorpresa que les dio ver lo mucho que ha crecido Aleja, el corte de cabello de Andre, y lo bien que lo pasaron jugando al pilla-pilla al final de la presentación con todas sus amigas y amigos.

Tras un breve silencio, mi hija mayor me mira y me dice que le gusta sentirse colombiana, y mi hija menor asiente, estirando su manita para unir las de las tres. Mientras tanto, recuesto mi cabeza sobre la ventana, paso mis dedos entre sus cabellos y las vuelvo a mirar. Ahora tienen nueve y seis años. Entiendo entonces que el semillero ha sido un lugar para enraizar donde parecía imposible hacerlo, un lugar para crecer en el cuidado y la confianza, un lugar donde se puede ser la mejor versión de la colombianidad, y donde, como buenos colombianos, multiplicamos nuestros afectos, los expandimos y conformamos una familia más grande.

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